Leyendas de Mi Pueblo Mágico

Las brujas de Parral de las Huertas

A veinte minutos de Jerez está Parral de las Huertas. Allí, de la mesa de piedra que custodia el rancho, las brujas salen volando para chupar a las criaturas. Así le contaba un anciano a su nieto. El muchacho pensaba que su abuelo mentía, pues su historia era siempre distinta: “Yo las vi cuando era niño y bajábamos a Jerez a vender leña”… “A tu bisabuelo le aruñaron la cara; por eso tenía la cicatriz”… “A Cayetano se lo llevaron por el arroyo para ofrecérselo al brujo mayor, un hombre tuerto de gorra colorada”.

            Como sea, siempre disfrutó de la capacidad de su abuelo para inventar historias de cada rancho de Jerez que visitaban. Será por eso que después de la muerte del viejo le dio por regresar a los lugares que recorrieron juntos. Por eso volvió a Parral de las Huertas. Era ya de noche, pero no quiso perder la oportunidad de tomarse una cerveza en una tiendita donde aún había parranda.

            —¿Se la va a tomar aquí? —le preguntó la tendera cuando lo vio sentarse a escuchar la plática.

            —Sí —todos lo observaron con ojos fijos.    

            —Son casi las once.

            —No llevo prisa.

            —A estas horas suceden cosas —habló de pronto un hombre desde un rincón —¿No tiene miedo?

            —Si lo dice por las brujas, son puros cuentos.

            El desconocido esbozó una sonrisa burlona y se levantó. Usaba un sombrero sucio y extraño, de un color cobrizo, que le ocultaba el rostro. La mujer y los otros los miraban extasiados.

            —Entonces no tendrá inconveniente en cruzar el rancho por el arroyo.

            La propuesta le pareció absurda. A fin de cuentas, ni siquiera conocía a esas personas. Pero las risillas de los otros y la voz socarrona de aquel tipo lo hicieron aceptar. Salió al frío de la noche; antes de encaminarse al arroyo sacó su chamarra de la camioneta. Sin saber por qué, tomó también el rosario que colgaba del retrovisor.

            El reto era llegar a la otra orilla sin lámpara, solo, sucediera lo que sucediera. El agua fluía incesante. La vereda se dibujaba apenas esa noche sin luna. De la mesa bajaban ráfagas heladas y filosas. Y al frente sombras, de piedras, de gatuños. Sombras que de repente comenzaron a moverse no con el viento sino por sí mismas como trapos que se le enredaban en las piernas. Los chiflidos se soltaron a la par de una lluvia de piedras y carcajadas. Bolas de lumbre cruzaron la serranía. “Reza, se decía, reza”, mientras corría a la camioneta.

            Al llegar a la tienda se paralizó. Muchas mujeres de ojos ardientes lo esperaban. Tembló. De la nada apareció el hombre del sombrero rojizo que lo miró con su único ojo mientras le arañaba el rostro. A su risa se unieron las risas de las mujeres que lentamente se elevaron hasta llegar a la mesa. Cerró los ojos, apretó el rosario y todo acabó.

            Desde aquella noche lleva como recordatorio una cicatriz.

Fotografía y Texto original recibido el día 06 de octubre del 2020 a las 08:30Hrs.